Semejante afán constructor ha estado siempre rodeado de un halo de misterio y, especialmente en las últimas décadas, multitud de trabajos han pretendido ver en estos prodigios del saber y la fe de la Edad Media, y en la aparición supuestamente repentina del estilo gótico, una demostración física y palpable del conocimiento esotérico de templarios o alquimistas. Sin embargo, buena parte de esta bibliografía dedicada a analizar el supuesto hermetismo de los templos medievales –y más especialmente de las catedrales góticas– suele contener numerosos errores. Entre ellos, uno de los más repetidos asegura que buena parte de las catedrales góticas, así como la creación de este estilo arquitectónico, tienen su origen en los caballeros templarios.
En realidad, si a alguien debemos el surgimiento del gótico es a Suger, abad de Saint-Denis, y es seguro que los célebres caballeros poco tuvieron que ver con la edificación de estos hermosos e impresionantes templos. ¿Significa esto que dichas creaciones medievales carecen de enigmas? Más bien el contrario. Ciertamente, los constructores medievales, auténticos creadores de estos complejos y sorprendentes «rascacielos», insuflaron en sus obras toda una serie de conocimientos y mensajes que podemos calificar de esotéricos sin que, por otra parte, ello implique que tales ideas resultasen heréticas o contrarias a las doctrinas de la Iglesia. Desde la concepción del edificio en un plano, pasando por su orientación o el trazado de su planta, todos y cada uno de los elementos de una catedral o una iglesia eran planteados cuidadosamente siguiendo unos esquemas cargados de simbolismo y de un conocimiento que en buena medida se había heredado de la antigüedad.
LA ESCUELA PITAGÓRICA
La principal herramienta constructiva de los maestros de obra medievales era la geometría, una disciplina que todo constructor tenía la obligación de dominar a la perfección. Con la única ayuda de figuras geométricas simples, como el círculo, el cuadrado y el triángulo, los constructores eran capaces de crear las plantas y los alzados más complejos y hermosos. Sin embargo, y a pesar del dominio que mostraban en esta disciplina, la base de dicho conocimiento no era un logro propio, si no que procedía de la más remota antigüedad, aunque fue la Escuela Pitagórica la que se hizo más célebre por aplicar dicho saber. La secta creada por este sabio de Samos en el siglo VI a.C. fundamentaba todas sus enseñanzas en la importancia del número como medida de todas las cosas. Pitágoras y sus seguidores no veían los números –y las figuras geométricas que se derivaban de ellos– como simples cifras, sino que les atribuían un valor simbólico y místico. Así, entre los números considerados «divinos» por los pitagóricos –hay otros, pero estos son los más destacados– está el 10, cuyo resultado se obtiene sumando los cuatro primeros números enteros: 1, 2, 3 y 4. Esta cifra, la Década, era representada por ellos mediante una figura geométrica llamada tetracktys, un triángulo equilátero formado por una base de cuatro puntos, que según iba ascendiendo tenía uno menos, hasta llegar a la cúspide, con uno solo.
Pero además de estos conocimientos, la secta fundada por este sabio griego poseía algunas características que más tarde se repetirían en las logias de constructores medievales. La Escuela Pitagórica poseía una estructura o separación jerárquica entre sus alumnos, quienes eran divididos en matemáticos –quienes ya habían sido iniciados en los secretos de la escuela– y acusmáticos, los aprendices que todavía esperaban su iniciación y que hasta entonces recibían enseñanzas simples, siempre tras una cortina que les impedía ver al maestro, a quien se limitaban a escuchar de viva voz. Una jerarquización similar existía en las logias de constructores medievales, quienes se dividían en aprendices, oficiales y maestros. Por otra parte, entre los pitagóricos existía una «ley de secreto», que les impedía revelar los conocimientos aprendidos a los no iniciados. Si alguien quebrantaba esta ley, era considerado un hereje de forma inmediata, y repudiado e ignorado por todos.
Esta misma «regla de silencio» la encontramos entre los constructores medievales, como evidencian algunos documentos que se conservan. Los Estatutos de Ratisbona, de 1459, son explícitos en este sentido: «Ningún trabajador, ni maestro, ni jornalero enseñará a nadie, se llame como se llame, que no sea miembro de nuestro oficio y que nunca haya hecho trabajos de albañil, cómo extraer el alzado de la planta de un edificio». Se establecía así una obligación de secreto que obligaba al aprendiz que había sido iniciado en el grado de oficial a no revelar los nuevos conocimientos adquiridos. Al igual que sucedía con los pitagóricos y su pentagrama, entre los constructores medievales existían también signos y señas de reconocimiento, que no podían ser reveladas, y que eran recibidas al completar el aprendizaje. Entre estos símbolos se encontraban los famosos compases, escuadras, plomadas y niveles, que siglos más tarde serían adoptados por la masonería especulativa.
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